COLUMNA
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Hoy me publican en "El Mundo Hoy en Cantabria" esta columna. Trata sobre la posible quema de esos objetos tan espantosos como son los árboles navideños. Estos días hubiera prendido fuego a más de uno. Tengo que decir que esos deseos de quemar han sido proporcionales al tamaño de los árboles en cuestión.
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´Árboles navideños
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Estas Navidades he estado al tanto de los hechos ocurridos por toda Grecia. En un noticiario escuché decir a un periodista: “Los radicales han quemado tiendas, coches e incluso el gran árbol de Navidad” Ese “incluso” me llamó la atención porque parecía sugerir que, de entre quemar coches o tiendas, lo más grabe era incendiar un árbol navideño; como si en ese acto hubiera más dosis de peligro y belicosidad que en otros como el de apedrear a la policía.
En un periódico leí: “Jóvenes radicales queman el gran Árbol de Navidad de la plaza Sintagma” Contemplé la imagen: un gran árbol navideño presa de las llamas… había algo ancestral en eso. Alguien me comentó al respecto que los antiguos egipcios celebraban los fines de año con una ceremonia en la que era común llevar una penca de palma de doce hojas, una por cada mes del año. Con todas ellas se realizaba una pirámide y se quemaba en honor a los dioses. Aunque el árbol de la plaza Sintagma fue quemado por otros motivos, no pude evitar establecer relaciones. Creo que quemar un árbol de Navidad es una de las más apasionadas transgresiones, tal vez la más bella profanación que uno pueda cometer.
El caso es que en estas fechas uno de mis mayores deseos ha sido ese: prender fuego a todos los árboles de Navidad que me encontraba. Porque en nuestra sociedad la vida tiene su gran momento de ridícula celestialidad en esos árboles, en los que se produce una grotesca acumulación de artificialidad, de estúpido simulacro y por eso la vida es sacrílega cuando los profana, cuando atenta contra ellos, porque de ese modo se profana todo un mezquino modo de vida.
Año tras año la Navidad va llenándonos de árboles artificiales y cada diciembre ahí los tenemos, aportándonos su gran engaño de luz. Todos hemos visto estos días cientos de ellos: los escuetos y mortuorios que asoman por las ventanas de las familias humildes, los cuartelarios y oficiosos de los edificios ministeriales, los asépticos y pretendidamente artísticos de institutos y colegios y aquellos inmensos, ofensivos y rígidos de las grandes avenidas…
Lo triste es que el deseo de verlos arder se reduce con el fin de la Navidad; ayer, al bajar la basura, vi varios arrojados a los contenedores, como tóxicos y asquerosos desperdicios.
Sinceramente, creo que sería mucho mejor apilarlos a todos en la Plaza del Ayuntamiento y quemarlos en un multitudinario acto público. ¿No creen?
Vicente Gutiérrez
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Estas Navidades he estado al tanto de los hechos ocurridos por toda Grecia. En un noticiario escuché decir a un periodista: “Los radicales han quemado tiendas, coches e incluso el gran árbol de Navidad” Ese “incluso” me llamó la atención porque parecía sugerir que, de entre quemar coches o tiendas, lo más grabe era incendiar un árbol navideño; como si en ese acto hubiera más dosis de peligro y belicosidad que en otros como el de apedrear a la policía.
En un periódico leí: “Jóvenes radicales queman el gran Árbol de Navidad de la plaza Sintagma” Contemplé la imagen: un gran árbol navideño presa de las llamas… había algo ancestral en eso. Alguien me comentó al respecto que los antiguos egipcios celebraban los fines de año con una ceremonia en la que era común llevar una penca de palma de doce hojas, una por cada mes del año. Con todas ellas se realizaba una pirámide y se quemaba en honor a los dioses. Aunque el árbol de la plaza Sintagma fue quemado por otros motivos, no pude evitar establecer relaciones. Creo que quemar un árbol de Navidad es una de las más apasionadas transgresiones, tal vez la más bella profanación que uno pueda cometer.
El caso es que en estas fechas uno de mis mayores deseos ha sido ese: prender fuego a todos los árboles de Navidad que me encontraba. Porque en nuestra sociedad la vida tiene su gran momento de ridícula celestialidad en esos árboles, en los que se produce una grotesca acumulación de artificialidad, de estúpido simulacro y por eso la vida es sacrílega cuando los profana, cuando atenta contra ellos, porque de ese modo se profana todo un mezquino modo de vida.
Año tras año la Navidad va llenándonos de árboles artificiales y cada diciembre ahí los tenemos, aportándonos su gran engaño de luz. Todos hemos visto estos días cientos de ellos: los escuetos y mortuorios que asoman por las ventanas de las familias humildes, los cuartelarios y oficiosos de los edificios ministeriales, los asépticos y pretendidamente artísticos de institutos y colegios y aquellos inmensos, ofensivos y rígidos de las grandes avenidas…
Lo triste es que el deseo de verlos arder se reduce con el fin de la Navidad; ayer, al bajar la basura, vi varios arrojados a los contenedores, como tóxicos y asquerosos desperdicios.
Sinceramente, creo que sería mucho mejor apilarlos a todos en la Plaza del Ayuntamiento y quemarlos en un multitudinario acto público. ¿No creen?
Vicente Gutiérrez
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