sábado, 10 de octubre de 2009

COLUMNA 62

COLUMNA
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Hoy me publican esta columna sobre un amigo que no se llama Andrés...
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Andrés
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Paseo con mi amigo Andrés por la playa; la playa siempre es fascinante, a cualquier época del año. Andrés estudió conmigo en la universidad. Es, por lo tanto, licenciado, pero no ha encontrado aún trabajo estable, ni siquiera algo relacionado con sus estudios, cosa que le desespera.
Andrés está cansado de trabajos esporádicos que no le gustan. Actualmente trabaja en un quiosco. Hoy le encuentro tranquilo y afable aunque un poco desbarajustado.
Andrés es de una lucidez asombrosa. Nos descalzamos, remangándonos las perneras de los pantalones para sumergimos en el mar hasta las rodillas e iniciar así un largo paseo, junto al tranquilo océano. Mi amigo Andrés es el pesimismo analítico y apenado. Más lírico que firme. Más épico que estoico. Le conozco tan bien…
Hoy Andrés se ha puesto melancólico. «¿Te acuerdas?» -me dice- «cuando éramos felices comiendo un simple bocadillo de Nocilla ahí en la orilla» Yo asiento y él sigue hablándome: «Cuando las tardes de verano duraban una eternidad, cuando esperábamos durante horas, ansiosos y felices, haciendo la digestión para poder bañarnos» No le contesto. No le digo nada pero, claro que me acuerdo, Andrés. Tanto como tú. Los veranos me enfrentan cada vez más a lo que fui.
Andrés, en su conversación, me repite cosas que ya me ha dicho en otras ocasiones. Esto me pasa con casi todos los amigos que se ponen melancólicos. La melancolía implica repetición, insistencia, reanudación. Llega un momento en que los amigos te repiten las cosas porque quizá ya no tengan nada nuevo que decirte. Me desconcierta siempre, ignoro por qué, la melancolía en los amigos.
La playa está tendida y entregada. Es nuestra. (Más bien, fue nuestra) Hay un agasajo del agua en nuestros pies, luz ya otoñal que es lo que nos lleva y nos trae del presente al pasado, del pasado al presente. Hemos llegado ya a un extremo de la playa. Nos detenemos ante un inmenso acantilado. Andrés ha enmudecido como si el hecho de que tocara dar la vuelta implicara callarse y tras un largo rato me dice: «¿Recuerdas lo mucho que duraban los días de verano de la infancia?»
Sin duda, Andrés ha hecho de la melancolía una gran orfebrería. Damos media vuelta y comenzamos a desandar el camino recorrido. Él dirige su mirada al horizonte y musita, casi para sí: «Lo echo mucho de menos, tío… cuando todo me llenaba, cuando no tenía preocupaciones, cuando era, cuando era… putamente feliz»

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