_
He aquí, en esta columna que publican hoy en "El Mundo Cantabria" las razones de por qué no fui a los festivales de jazz de este verano. Path Meceny… perdóname, Brad Mehldau… lo siento en el alma y tú viejo Jimmy Cobb… mil perdones también. Para muchos, esguince es ya sinónimo de tobillo
_ _
Primer esguince
_
Mi primer esguince de tobillo me lo he hecho este verano, a mis 31 tiernos años. Vino con la rotundidad y el brío de un primer amor, de un amor de verano de esos que te marcan y te hacen más vulnerable. Y lo más probable es que me acompañe hasta septiembre.
Dos semanas sin poder andar. Todos los viajes, citas, fiestas y festivales de jazz veraniegos anulados. Un verano perdido.
Y lo peor es que lo provocó una caída tonta. «¿Acaso hay caídas listas?», me preguntó mi médico de cabecera. De acuerdo, no hay caídas listas, pero sí heroicas. La mía no fue heroica, fue patética y cotidiana.
No es que el tobillo se vuelva, como dicen, delicado con la edad. Es que uno va sintiendo el tobillo como un ser delgado y desvalido en el que reposa todo el peso de la vida.
¿Llega un esguince cada año, llega un esguince cada lustro? Llegan de vez en cuando. A todos, por pura estadística, nos llegará alguno que otro en la vida, de forma inesperada.
La mayor limitación del ser humano reside en sus tobillos; su verdad más íntima y trascendente no se halla en su angustia existencial, ni en un confuso e hipotético más allá sino en el más acá tosco y rudimentario de sus quebradizos y frágiles tobillos. ¡Ay, el más acá, el jodido más acá de nuestros vulnerables tobillos!
Antes, los veranos eran eternos y se llenaban de amores, de millones de olas y de tardes pero uno descubre que con los años los veranos no son más que cinco tardes de playa, cuatro sábados de fiesta y un posible esguince que te mantenga postrado en una cama, con el pie dañado en alto, como propinándole así una eterna y socarrona patada a la mala suerte o al destino.
Claro que estas son cosas que no pienso con el cerebro sino con el esguince. Mientras escribo este texto remojo en agua caliente mi pie izquierdo. El otro, el pie derecho, no sabe qué sucede. Ignora que el siguiente puede ser él y para que el miedo no lo debilite no le digo lo que pasa porque todo mi peso recaerá sobre él estos días.
Yo me he estado fijando ahora en mi esguince, en su tamaño y color. Me inclino, cabreado, a acariciarlo y le susurro como si el corazón se me hubiera escurrido hasta el tobillo esguinceado y latiera allí todo él, recluido y obstinado.
Ahora que el esguince me obliga a estar tumbado, algunos días, aprovecho para leer, escribir y ver buen cine.
Me siento afortunado; después de todo, por cosas así a algunos caballos los sacrifican.
_
Mi primer esguince de tobillo me lo he hecho este verano, a mis 31 tiernos años. Vino con la rotundidad y el brío de un primer amor, de un amor de verano de esos que te marcan y te hacen más vulnerable. Y lo más probable es que me acompañe hasta septiembre.
Dos semanas sin poder andar. Todos los viajes, citas, fiestas y festivales de jazz veraniegos anulados. Un verano perdido.
Y lo peor es que lo provocó una caída tonta. «¿Acaso hay caídas listas?», me preguntó mi médico de cabecera. De acuerdo, no hay caídas listas, pero sí heroicas. La mía no fue heroica, fue patética y cotidiana.
No es que el tobillo se vuelva, como dicen, delicado con la edad. Es que uno va sintiendo el tobillo como un ser delgado y desvalido en el que reposa todo el peso de la vida.
¿Llega un esguince cada año, llega un esguince cada lustro? Llegan de vez en cuando. A todos, por pura estadística, nos llegará alguno que otro en la vida, de forma inesperada.
La mayor limitación del ser humano reside en sus tobillos; su verdad más íntima y trascendente no se halla en su angustia existencial, ni en un confuso e hipotético más allá sino en el más acá tosco y rudimentario de sus quebradizos y frágiles tobillos. ¡Ay, el más acá, el jodido más acá de nuestros vulnerables tobillos!
Antes, los veranos eran eternos y se llenaban de amores, de millones de olas y de tardes pero uno descubre que con los años los veranos no son más que cinco tardes de playa, cuatro sábados de fiesta y un posible esguince que te mantenga postrado en una cama, con el pie dañado en alto, como propinándole así una eterna y socarrona patada a la mala suerte o al destino.
Claro que estas son cosas que no pienso con el cerebro sino con el esguince. Mientras escribo este texto remojo en agua caliente mi pie izquierdo. El otro, el pie derecho, no sabe qué sucede. Ignora que el siguiente puede ser él y para que el miedo no lo debilite no le digo lo que pasa porque todo mi peso recaerá sobre él estos días.
Yo me he estado fijando ahora en mi esguince, en su tamaño y color. Me inclino, cabreado, a acariciarlo y le susurro como si el corazón se me hubiera escurrido hasta el tobillo esguinceado y latiera allí todo él, recluido y obstinado.
Ahora que el esguince me obliga a estar tumbado, algunos días, aprovecho para leer, escribir y ver buen cine.
Me siento afortunado; después de todo, por cosas así a algunos caballos los sacrifican.
No hay comentarios:
Publicar un comentario